lunes, 25 de junio de 2012

COMO ORAR ....

Cuando leí el texto de San Ambrosio en el que el santo obispo de Milán nos invita a dejar a Cristo entrar a nuestro corazón, a abrirle la puerta para que su luz alumbre todo nuestro interior. Y va muy unido a la idea de San Pablo de que somos templos del Espíritu Santo. ¿Cómo tendríamos nuestra casa si supiésemos que alguien muy importante vendría a visitarnos? La arreglaríamos, limpiaríamos todos los detalles. Pues Dios quiere, en nuestra oración, entrar todos los días a nuestro corazón y… ¿cómo lo preparamos? ¿Realmente le abro de par en par todo? 
A estas alturas del artículo, alguno puede preguntarse, ¿y Photoshop? Ahí voy, paciencia. Lo que pasa es que si Cristo está en nuestro interior, todo lo que veamos y hagamos se verá bajo el “filtro” de Cristo. Y no importa qué pase o qué deje de pasar: lo veremos con los ojos de Cristo. Es más, incluso la misma oración se verá dentro de este universo.
Y aquí quisiera unir el apartado que comentábamos la semana pasada como la principal aportación de San Ambrosio para la vida de oración: la virtud de la pureza. ¿Por qué es necesaria la pureza para ver a Dios? Porque si llenamos el corazón de aquello que no debemos, estaremos viendo todo bajo el filtro que esas impurezas nos dan. Cuántas veces escuchamos: “no veo a Dios, ¿cómo puedo orar?”. Lo que pasa es que el filtro de las pasiones desembocadas nos impide verlo con facilidad en los eventos del día a día, en una oración serena. Como un ruido constante que nos impide escuchar una nota leve y clara de una flauta.
San Pablo tiene un texto algo fuerte, pero que puede ayudarnos a verlo con más plasticidad. Así dice el Apóstol: «los que viven según la carne, desean lo carnal; mas los que viven según el espíritu, lo espiritual» (Rom 8, 5). Parafraseando el dicho popular, podríamos decir “dime qué deseas, y te diré quién eres”.
Hoy siguen resonando las palabras de Cristo en el Apocalipsis:
«Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él  y él conmigo» (3, 20).
Abrámosle el corazón a Cristo y cerrémoselo a aquello que, aunque tenga apariencia seductora, no hará sino manchar el corazón y alejarnos de Aquél que nos ama con locura.
No lo dudemos y no retrasemos ese encuentro, para que no nos suceda lo del poeta  Lope de Vega:

¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno escuras?

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,       
pues no te abrí!  ¡Qué estraño desvarío
si de mi ingratitud el yelo frío
secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el ángel me decía:
Alma, asómate agora a la ventana,              
verás con cuánto amor llamar porfía!

  ¡Y cuántas, hermosura soberana:
Mañana le abriremos --respondía--,
para lo mismo responder mañana!

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